Sin embargo a los pocos días supo que estaba en lista de espera para volver a las mazmorras y se fue a esconder con sus suegros en Los Vilos (su suegro era muy amigo del capitán de carabineros del lugar). Desde allí postuló a una beca en los EEUU, pensando que viajar a ese país despertaría menos sospechas en las autoridades, puesto que se sabía que estaban deteniendo a mucha gente en el aeropuerto.
Llegó el día y Hahn subió al avión disimulando mal su nerviosismo. Una vez encima, contaba los minutos que faltaban para el despegue, pero la nave no se movía. Entonces subieron unos soldados de la Fuerza Aérea vestidos como si estuvieran en una guerra, con metralletas, casco, tal vez hasta con paracaídas, y el autor de Arte de Morir contuvo la respiración. El oficial que iba al mando gritó el nombre de alguien. Se levantó un señor que viajaba con su esposa y sus hijos. Los niños rompieron a llorar, ella trató de bajarse y él le pidió que se fueran. Los niños y la mujer siguieron viaje.
Ahora abandonamos a Hahn y nos concentramos en el señor que baja del avión con los militares. Me lo imagino como un hombre de mediana estatura, delgado, con patillas de acuerdo a la usanza de la época, despidiéndose de su familia, diciéndole a los niños lo que cualquiera de nosotros diría: que cuiden a su mamá y se porten bien y hagan las tareas.
La situación pasó. ¿Qué habrá sido de ellos? No lo sé. Sólo describo aquí la escena como un pintor que retrata un paisaje. Ella, los niños, él, separándose en un avión, que se separa de nosotros en la bruma del tiempo. Protagonistas de un fragmento de historia que se dispersa ahora, un instante que transcurrió y se mezcla con mil otros instantes en el recuerdo de una persona que escribe versos, que es tal vez Oscar Hahn recordando, o yo recordando a Hahn mientras me cuenta esta historia, o ustedes recordando estas líneas.
.
.