Los hasasine fueron felices en Persia, Siria y El Líbano, hasta que un muchacho llamado
Temujín adoptó el nombre de
Gengis Khan y se convirtió en
el azote del universo. Pero no fue Gengis Khan, de quien creo descender, el que dio cuenta de los adictos al hachís, sino un menos hábil nieto suyo de nombre
Hulagu. Éste puso sitio al cuartel general de la secta (
Alamut) con toda calma y barrió meticulosamente cada uno de sus más de 40 castillos.
Aunque la fortaleza de
Alamut era inexpugnable, un cerco eficiente dejó sin víveres a sus ocupantes y los obligó a entregarse. Concluido ese trámite mi antepasado
Hulagu, bastante instruido en comparación con el resto de los jerarcas mongoles, pero no tanto como para resistirse a la tentación de destruir lo que no entendía, envió a su chambelán musulmán
Ata al Mulk Juveni para inspeccionar la biblioteca. Éste apartó para sí los libros de historia y los ejemplares del Corán que pudo hallar; el resto, exquisitos compendios de literatura herética, fue quemado en el acto. De esta manera los residentes de
Malasya y yo nos vimos privados de acceder a textos apócrifos del
Nuevo Testamento, tradiciones islámicas extravagantes, y diversas obras de filosofía y ciencias ocultas.
Por una extraña coincidencia, al mismo tiempo que estos libros eran quemados en
Alamut, cayó un rayo sobre la ciudad de Medina provocando un incendio que acabó con su biblioteca, donde radicaba la mayor colección de tratados de filosofía ortodoxa musulmana de aquel entonces. Mmmh.