No sé si alguien se habrá tomado el trabajo de aclarar en la jerga de la sociología por qué las clases más acomodadas son siempre las más conservadoras. Una forma de verlo es a partir de su relación con la distribución del ingreso, habida cuenta de que, mientras más desigual es ésta, más celo pone la aristocracia en el cuidado de sus privilegios y, por lo mismo, más conservadora se vuelve.
Es una pena que la diferencia de ingreso per cápita en Chile sea tan alta como para alimentar a una de las oligarquías más conservadoras del orbe. Usando el lenguaje de los científicos que militan contra la anticoncepción de emergencia, “la evidencia demuestra” que ninguna economía puede crecer mucho con nuestros índices de inequidad.
Por fortuna, las personas más conservadoras son una minoría en Chile; por desgracia, tienen poder suficiente para ponernos cada cierto tiempo al nivel de los paraísos antediluvianos del Tercer Mundo, donde persisten prácticas abominables como la mutilación de los órganos sexuales de las mujeres o donde el adulterio femenino y la homosexualidad son castigados con la cárcel y la muerte.
Chile, por ejemplo, era el único lugar del mundo donde no se podía ver La última tentación de Cristo , un largometraje completamente inofensivo y hasta recomendable desde el punto de vista religioso. Tampoco hubo ley de divorcio hasta hace un par de años, y estuvo prohibido un hit llamado “Caramelo”, que cantaba El General y que, a comienzos de los noventa, anticipaba el reggaetón que se baila hoy hasta en los matrimonios más pitucos. Pasamos un mal rato, pero finalmente primó la cordura en los casos anteriores y lo más seguro es que suceda otro tanto con la píldora del día después.
Más que martirizarme pensando en lo que haré si sufro una rotura de condón en los meses que siguen –accidente por el que muchos chilenos hemos pasado–, me divierte mirar con cierta distancia el circo levantado en torno a la famosa píldora. Lo más extraño que he leído en la prensa de los últimos días es la campaña llevada adelante por una de esas fundaciones que se dicen hinchas de la vida, en el curso de la cual diversos colegios municipales reciben la visita de unos jóvenes que dictan clases de “educación sexual”, consistentes en explicar los peligros del levonorgestrel. Textualmente, uno de sus dirigentes, llamado Andrés Claro, asegura que la pastilla “hace que el nuevo cigoto no se implante en el útero y, por lo tanto, muera”.
Las estadísticas dicen dos cosas: primero, que la mayor cantidad de embarazos adolescentes se da entre las mujeres más pobres y, segundo, que el mayor consumo de anticonceptivos de emergencia se da entre las mujeres más ricas. Entonces, me pregunto por qué esta gente pierde su tiempo dando charlas contra la píldora en los colegios pobres, si en definitiva allí es donde menos se consume.
Por eso me gustaría decirle al mencionado joven Claro: anda a hacer charlas sobre el cigoto a los colegios del barrio alto; de acuerdo a las frías estadísticas, es mucho más probable que alguna de tus primas haya tomado la pastilla o tenga intenciones de hacerlo a que lo haga una alumna cualquiera de un colegio municipal.