La tercera de las chicas del proyecto de poesía-fotografía se llama
Andrea y a diferencia de las dos anteriores, es chilena. El martes (antes de ayer) me citó en el centro para hablar de las fotos. Quedamos de juntarnos en la esquina de mi ex lugar de estudios, la
Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Cuando iba entrando por al pasaje de la facultad (nunca pude memorizar el nombre) vi al mismo ciego de años atrás tocando guitarra en la esquina.
Tiene problemas en los frenillos que le impiden pronunciar bien, por lo que en vez de cantar, toca las melodías en una armónica. Y su repertorio está compuesto de canciones que uno adivina éxitos de hace 40 años en ritmo de... ¿cómo se llama eso que las minas bailaban con las manos curvadas hacia arriba? Twist o algo más antiguo que eso.
Mientras lo escuchaba me vi otra vez con veintitantos años rumbo a la facultad a pelear un piano donde estudiar un par de horas, escuchando el murmullo apagado del tráfico afuera. Pocas cosas son tan miserables como la vida de un estudiante de música. Sin embargo tengo un bonito recuerdo de esas noches encerrado en una sala, cuando descubría un acorde o una secuencia de notas y quedaba absorto tocándolo una y otra vez, y observando cómo se escurría el sonido, hasta terminar por dar paso al monótono murmullo exterior. Wao, qué tremendo, qué fantástico, qué inexplicable. Casi me dan ganas de volver.
Le pasé unas monedas al ciego y le dije como antaño: “usted toca muy bien maestro”. Él respondió como si no hubiera pasado el tiempo: (g)’racia(s).
Andrea me dejó plantado; hoy quedamos de vernos en el mismo lugar.