lunes, marzo 16, 2009

Miguel Serrano, un chupamedias

No falta el hablador que asugura que a Miguel Serrano no le dieron el Premio Nacional de Literatura por profesar ideas nazis, en circunstancias de que lo más probable es que, si no las hubiera profesado, nadie se habría fijado en él. La calidad de su obra en términos estrictamente literarios, a lo más le habría alcanzado para postular a algún asiento en el bar de la Sociedad de Escritores de Chile.

Es cierto que supo granjearse el favor de personajes influyentes (principal argumento de sus apologistas) como Hermann Hesse y el Dalai Lama (que serán nazis el día en que las vacas den cerveza), pero eso da pie para pensar que habría sido amigo de cuanta gente importante hubiera cerca de él. Si no lo fue de Raúl Castro es porque su trabajo como diplomático no transcurrió en La Habana, que de haber sido enviado a Sri Lanka o Vladivostok, habría sido íntimo de Gorbachov, Masantín el Torero y el nunca bien ponderado Juan de los Palotes. Más que simpático, era un chupamedias; sugiero mirar con detención las fotos que se sacó con gente famosa: sale mirando a la cámara mientras los demás miran para otro lado, o bien es el único del grupo que sonríe, tal cual una liceana satisfecha tras obtener un autógrafo a la salida de los canales de TV.

Le sacó el jugo a Hesse transcribiendo sus conversaciones, se subió por el chorro usando una carta de Jung como prólogo, llegó a saludar al Dalai Lama en el aeropuerto (vestido con una túnica verde, para pasar desapercibido) y hasta fue capaz de protestar por la poca importancia que se les daba en Chile a tales pelotudeces. Si dejó una obra, está fuera de los libros. Al respecto, debería observarse mejor la influencia (extraliteraria, por desgracia) que recibió de su tío Vicente Huidobro, quien cultivó amistades en Europa, se declaró descendiente del Cid y fingió un secuestro para atraer la atención sobre sí mismo.

Tal vez habría tenido más sentido inscribir a Serrano en la literatura infantil, si con ello no le faltáramos el respeto a los niños arios, si pudiéramos hacer pasar por literatura esos malos remedos de las Crónicas de Narnia, esos viajes de turismo metafísico de quinto enjuague a Montsegur, esos diálogos con maestros arquetípicos que más parecen hologramas de Paulo Coelho. Pocas obras, aparte de la suya, contienen tanta bazofia y superstición, tantas presencias invisibles y tantos mensajes desde la octava dimensión, descritos en un lenguaje torpe, lleno de mayúsculas, y que llora una urgente manito de gato.

Que si los cátaros, que si el horóscopo, que si el Santo Grial: ¿todo eso para qué? Para explicar nuestra supuesta superioridad sobre argentinos, peruanos y bolivianos, rebajando el patrioterismo, que tanto repugnaba a Hesse, a un nivel de territorialidad tan básico que puede ser visto no sólo en los perros y canguros, sino también en los arácnidos.

Es innegable que, con paciencia, pueden encontrarse párrafos suyos bien redactados (habilidad que exhibe cualquier joven de 3º medio del Grange School), sobre todo cuando devuelve al papel las ideas de Jung semidigeridas, pero en el balance final, se trató de un chanta al que algunos han tomado en serio porque, entre otras tantas cosas, su apellido no era González ni Tapia.

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