En una escena de la película Ratatouille , una cocinera alecciona a un aprendiz sobre la capacidad de innovar de un antiguo maestro de la gastronomía, diciendo que en cada receta incorporaba un ingrediente impredecible. El discípulo anota la frase: “Debemos hacer siempre algo impredecible”, pero lo corrigen: “No, nuestro deber no es ser impredecibles. Ése era el deber del maestro. Nuestro deber es copiar fielmente sus recetas”. El diálogo ilustra muy bien el potencial formidable que tienen los dogmas para frenar la creatividad humana.
El I ching describe el momento previo a la creación (artística o de cualquier clase) como un caos donde las fuerzas primigenias se enfrentan sin dirección ni sentido. Los que vivimos de llenar páginas en blanco sabemos que el caos informe sólo puede superarse a punta de esfuerzo y voluntad. A menudo me lo recuerda un afiche que cuelga en el gimnasio al que voy todas las mañanas: “No hay sustituto para el trabajo duro”.
Es desalentador reconocer que, para convertir la creatividad en innovación, las personas deben enfrentarse a algo más poderoso que el caos informe: la estupidez humana. Hay tantos prejuicios respecto a la creatividad, que cuando no se la obstaculiza en nombre del dogma se la confunde con la tontería doméstica. Me gusta poner como ejemplo de esto último a la obra
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John Cage, consistente, recordémoslo, en un silencio que dura la misma cantidad de tiempo mencionada en el título. Es una broma excelente, pero no conozco a nadie tan estúpido como para tenerla en su iPod. El mismo compositor usó un pato de goma como instrumento musical en otra de sus obras, y un pianista coreano, seguidor suyo, en cierta ocasión atacó un piano de cola con un hacha. Podemos ponerles el nombre que queramos a estas anécdotas, pero prefiero no usar aquí la palabra “innovación”.
Es por eso que me parece que los dogmas cumplen, dentro de todo, un rol necesario al oponerse a las ideas nuevas, protegiéndonos por un lado del exceso de creatividad y facilitando por otro que las ideologías se pudran rápidamente por falta de oxígeno. Lo malo es que a veces la gente no se da cuenta de que se ha podrido la ideología (credo, religión, etcétera) en que ha cimentado su vida. Para hacerlo basta observar si ha generado el tumor de la burocracia en torno a sí, o si sus acólitos responden al arquetipo del “tonto solemne”.
Es difícil aceptar que se está equivocado, pero tampoco hay que ponerle tanto dramatismo. Al respecto, un gurú de la innovación, en un seminario organizado por la Fundación Chile hace unos días, en el marco de la Semana Mundial de la Innovación y el Emprendimiento, aseguró que una de las máximas de Silicon Valley es: “Si tu vida no se ha ido a las pailas una o dos veces, es porque no te has esforzado lo suficiente”. Sabias palabras, pero, con todo, la película Ratatouille me enseñó mucho más sobre innovación que todos los seminarios a los que he asistido.
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