Se piensa que los cometas provienen de una región llamada Nube de Oort, compuesta por residuos de la formación del sistema solar. La distancia a que se encuentra del Sol sería lo suficientemente grande como para no atraerlos masivamente, pero no tanto como para dejarlos escapar al exterior.
Pequeñísimas variaciones en su lento movimiento cada cien o doscientos mil años, debidas a algún empujón provocado por la cercanía temporal de una estrella vecina, parecen hacerlos caer bajo la hegemonía solar. Entonces inician un largo viaje.
La mayoría de los que cruzan nuestro sistema lo hace por primera vez, para perderse siguiendo una ruta parabólica hacia cualquier parte, como si fueran lanzados por una boleadora. En otras ocasiones la gravitación de los planetas los hace modificar su trayectoria y son capturados por el Sol, situación que los deja obligados a girar en torno suyo con unas órbitas tan excéntricas que demoran siglos en dar una vuelta completa.
Una vez sometido a la radiación solar, el hielo de su superficie se evapora dejando una larga estela de gases parecida a una peluca: es cuando los astrónomos dicen que el cometa se "enciende". Esta cola brilla en parte por la iluminación del Sol y en parte con luz propia por el efecto de los gases que la componen. Se les atribuye además el transporte del agua y de algunos de los elementos orgánicos indispensables para el origen de la vida, que dejarían en los planetas al deshacerse contra ellos.
La costumbre nos hace tratarlos como objetos pero, hay que precisarlo, son más bien un estado, e hilando más fino, un estado muy parecido al enamoramiento. Mientras no cedan al influjo de una estrella cercana que los haga despeñarse, no serán más que escombros, piedras suspendidas en el aire. Una vez que emprenden su carrera, brillan más cuanto más se acercan a lo que los condena.
Entonces quedan atrapados describiendo órbitas elípticas por tiempo indefinido, o bien son aniquilados por un choque frontal con algo que los supera en masa, o bien salen despedidos describiendo una inmensa parábola que acabará dejándolos en el estado anterior, en mitad de la nada, a la espera del paso casual de una nueva estrella.
Los amantes tampoco existen mientras flotan a la deriva, esto es, llevando una existencia ordinaria. Sólo se encienden, al igual que los cometas, durante el viaje.
Y un momento especial sobreviene cuando la piedra está a punto de caer en la órbita que la hará trasformarse, o cuando una persona común toma conciencia de que un paso en falso la hará perder el equilibrio y despeñarse en dirección a otra persona.
Mientras más racionales nos volvemos, mayor es nuestro control sobre ese instante. Podemos incluso elegir la dirección: algo contra lo cual manteníamos una oposición militante en la adolescencia. Por suerte o desgracia, la edad nos dio conocimiento para saber de antemano lo que nos espera (repito lo que he dicho a lo largo de esta página): salir despedidos, girar en torno a otra persona, o desintegrarnos por un choque frontal (felizmente la opción más rara). Órbita, expulsión o aniquilamiento.
Pequeñísimas variaciones en su lento movimiento cada cien o doscientos mil años, debidas a algún empujón provocado por la cercanía temporal de una estrella vecina, parecen hacerlos caer bajo la hegemonía solar. Entonces inician un largo viaje.
La mayoría de los que cruzan nuestro sistema lo hace por primera vez, para perderse siguiendo una ruta parabólica hacia cualquier parte, como si fueran lanzados por una boleadora. En otras ocasiones la gravitación de los planetas los hace modificar su trayectoria y son capturados por el Sol, situación que los deja obligados a girar en torno suyo con unas órbitas tan excéntricas que demoran siglos en dar una vuelta completa.
Una vez sometido a la radiación solar, el hielo de su superficie se evapora dejando una larga estela de gases parecida a una peluca: es cuando los astrónomos dicen que el cometa se "enciende". Esta cola brilla en parte por la iluminación del Sol y en parte con luz propia por el efecto de los gases que la componen. Se les atribuye además el transporte del agua y de algunos de los elementos orgánicos indispensables para el origen de la vida, que dejarían en los planetas al deshacerse contra ellos.
La costumbre nos hace tratarlos como objetos pero, hay que precisarlo, son más bien un estado, e hilando más fino, un estado muy parecido al enamoramiento. Mientras no cedan al influjo de una estrella cercana que los haga despeñarse, no serán más que escombros, piedras suspendidas en el aire. Una vez que emprenden su carrera, brillan más cuanto más se acercan a lo que los condena.
Entonces quedan atrapados describiendo órbitas elípticas por tiempo indefinido, o bien son aniquilados por un choque frontal con algo que los supera en masa, o bien salen despedidos describiendo una inmensa parábola que acabará dejándolos en el estado anterior, en mitad de la nada, a la espera del paso casual de una nueva estrella.
Los amantes tampoco existen mientras flotan a la deriva, esto es, llevando una existencia ordinaria. Sólo se encienden, al igual que los cometas, durante el viaje.
Y un momento especial sobreviene cuando la piedra está a punto de caer en la órbita que la hará trasformarse, o cuando una persona común toma conciencia de que un paso en falso la hará perder el equilibrio y despeñarse en dirección a otra persona.
Mientras más racionales nos volvemos, mayor es nuestro control sobre ese instante. Podemos incluso elegir la dirección: algo contra lo cual manteníamos una oposición militante en la adolescencia. Por suerte o desgracia, la edad nos dio conocimiento para saber de antemano lo que nos espera (repito lo que he dicho a lo largo de esta página): salir despedidos, girar en torno a otra persona, o desintegrarnos por un choque frontal (felizmente la opción más rara). Órbita, expulsión o aniquilamiento.