Diez mil mercenarios griegos quedan aislados en la mitad de Asia, después de participar en una disputa por el trono persa. El rey vencedor, Artajerjes II, llama a negociar a los líderes y los asesina, convencido de que su muerte hará que las tropas se desperdiguen como una manada de ñúes. Los griegos, sin embargo, se reúnen en asamblea, eligen por votación a nuevos jefes y regresan a la patria venciendo mil dificultades. Esa historia, relatada por Jenofonte, ocurrió en el año 401 antes de Cristo y suele tomarse como ejemplo de la utilidad práctica de los valores democráticos.
La lógica de Artajerjes II llevó a un ex gobernante de facto a decir, a propósito del deceso de un presidente socialista, “muerta la perra, se acaba la leva”. Es interesante reparar en las similitudes de pensamiento que se dan entre los tiranos.
Por otro lado, las dictaduras, sea cual sea la ideología que las sustente, repiten los mismos patrones: hacen desfilar a la gente con antorchas en la mano, construyen pomposas obras arquitectónicas, eligen algunos héroes y mártires para exaltarlos hasta la náusea, y repiten incansablemente una verdad oficial: que la historia recomenzó en la fecha en que el dictador se hizo con el poder a sangre y fuego, lo que suelen llamar “salvar la patria”.
Las masas soportan bien las dictaduras porque les ahorran la necesidad de pensar; toda la verdad viene masticada, digerida desde arriba, y lo que hay que saber se entrega en un esquema sencillo, con fronteras claras entre el bien y el mal. No obstante, cumpliendo la lógica de Artajerjes II y de nuestro ex gobernante de facto, al morir los caudillos se acaban sus levas. El principio que tratan de aplicar a los demás sólo es válido para ellos mismos.
A mí me acomoda la democracia porque soy quisquilloso y prefiero no verme en la obligación de marchar con una bandera voceando consignas dictadas por el oficialismo; tampoco me agradaría que me conminaran a vigilar a mis vecinos o que personas sin hábitos de lectura me dijeran qué libros me convienen. Gracias a la democracia, además, he tenido algunas alegrías, como, por ejemplo, la vez en que un presidente chileno condenó la invasión a Irak o cuando la hija de un general torturado se ciñó la banda tricolor.
No todo es color de rosa, es cierto. Algunos candidatos regalan jeans o pagan las cuentas de la luz para conseguir votos, mientras que otros han recurrido al espionaje telefónico. El gobierno de una sociedad medianamente democrática debe lidiar con eso y además soportar que la población exprese las ideas más extravagantes de la manera más absurda, y a veces hasta violenta, y que leyes importantes se vean entrampadas en el parlamento por falta de consenso o por mañoserías de los parlamentarios. Para más remate, una parte de nuestros impuestos se destina a financiar el sistema.
Sabemos que ni la mitad de las promesas que se han formulado estas últimas semanas será cumplida por los futuros alcaldes. Hemos visto agresiones, descalificaciones, de todo. Pero eso no tiene importancia comparado con la posibilidad de votar por un candidato. Por suerte, no es necesario demostrar qué tan útil es esto. Diez mil griegos lo hicieron por nosotros hace tiempo.
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