martes, marzo 14, 2006
159. Malayo púgil III
En la foto tomada durante mi reciente viaje a Cuba: mi hermano Pupo y yo.
En 1989 el padre de una amiga nos ofreció su casa para hacer una fiesta a cambio de que trasladáramos varios sacos de cemento desde el techo hasta un lugar cercano. Pupo y yo aceptamos el trato, acudimos al lugar esa tarde y dimos aviso a nuestros amigos para que llegaran en la noche a bailar. Trabajamos duro levantando y acarreando sacos, pero nos reconfortaba la idea de que tendríamos un gran panorama. Era una casa de 3 pisos, había ron, dulces, de todo para nosotros.
Nos estaban estafando.
Los tipos que ponían la música se adueñaron de la situación, echaron a nuestros amigos, fueron muy descorteces.
Por esas y otras razones Pupo y yo decidimos boicotear la fiesta.
Formamos un equipo macabro. Pupo descubrió unos cables pelados en el segundo piso; él provocaba un cortocircuito juntándolos mientras yo aprovechaba la oscuridad momentánea para lanzar un vaso de alcohol a los parlantes. Al tercer corte de luz me puse ambicioso: lancé tres vasos, estando al lado del "Titi", que era el dueño de los equipos. Al verme sorprendido no se me ocurrió otra cosa que fingir que el vaso se me había caído producto de la borrachera.
Fue el caos; los locales y sus amigotes se exaltaron y comenzó el juego de los empujones que suele anteceder las grandes grescas de barrio. Pupo y yo respondimos con firmeza pero también con prudencia, ya que estábamos en aplastante inferioridad numérica. En todo momento traté de encarar a un tal Roli porque el que le seguía en enojo (el famoso Titi) era muy corpulento, jamás se me habría ocurrido disgustarme con él por mi propia voluntad. Pupo hizo lo mismo. Un amigo que andaba por ahí nos prestó ropa sin averiguar de qué trataba la rosca, lo que creó la impresión pasajera de que podíamos ser muchos más. Reinó una gélida calma. Habíamos arruinado los parlantes y de paso la fiesta.
Nos retiramos congratulándonos de haber salvado el pellejo. Cuando estábamos por llegar al paradero de la micro, sentí un fuerte manotazo en la espalda:
- ¡Tú, y tú (refiriéndose a nosotros): vamos!
Eran los de la música. Nos llevaron hasta un callejón a media cuadra de allí. Mientras caminábamos Pupo y yo tratábamos de ponernos detrás de Roli, que aunque era de mi tamaño, deba menos susto que el Titi. Sin embargo debido a nuestras contexturas, era a mí a quien correspondía el honor (o sea el Titi) ya que Pupo es un poco más bajo que yo.
Nos separamos en dos parejas, el Titi y yo, el otro cabrón y Pupo. Comenzamos con la danza de preámbulo: amagar hacia adelante, adivinar el próximo movimiento, poner cara de malo. Esto duró apenas unos segundos porque mi oponente sacó una navaja. Entonces pensé en mandar todo a la chucha y salir corriendo, casi me puse feliz porque tenía una excusa coherente para hacerlo, pero el recuerdo de que a pocos metros estaba Pupo me contuvo, capaz que si lo abandonaba lo cortaban en pedazos. Y eso no me lo habría perdonado, porque ustedes saben que los lazos de camaradería que fundamos en la adolescencia son más fuertes que los enlaces entre átomos de una misma molécula.
Los primeros navajazos cortaron sólo aire para ver cómo respondía yo; los esquivé retrocediendo hasta chocar con la pared. Mi contendor fue ganado por la euforia, me gritaba algo así como "¡Hazte el loco ahora!" (craso error Titi, porque perdiste toda compostura). Y así se decidió a tirarme un golpe en serio con la intención aparente de hacerme un crucigrama en la cara pero sin estilo, demostrando su nula experiencia en el manejo de las armas blancas.
Traté de tomarle la mano, le di sin querer en la muñeca y el arma rodó en el suelo. Y entonces partí sobre él, desesperado por la posibilidad de que se rehiciera con ella. Dos, tres, cuatro golpes de puño en pleno rostro, luego aprovechando su aturdimiento me colgué de su cuello y lo proyecté en el asfalto con enorme estrépito, para sorpresa de sus amigos que ya se agolpaban en derredor.
Cuando lo había inmovilizado y comenzaba a estrangularlo siguiendo una rutina que aprendí en la infancia, se me vinieron encima sus amigos, me patearon en el suelo y lo solté rápidamente sin acusar recibo para no desencadenar una nueva gresca en la que figuraba yo solo contra el mundo.
Recordé a Pupo y temí que el Roly hubiera usado también una cuchilla, me abrí paso vociferando hacia donde lo había dejado (¡Pupooooo!). Pupo estaba encima de su contendor, dándole una paliza muy adecuada a las circunstancias. "Dile a tu amigo que esto se acabó" le dijo éste, pero yo no me quería ir sin darle aunque fuese un cornete. Le di 3, levanté a Pupo. Ninguno de los que se había acercado nos era amigable.
Abandonamos el lugar, a la cuadra siguiente empezamos a jactarnos de nuestra incursión. Un súbito silencio me hizo mirar atrás; nunca he vuelto a ver un panorama más desolador:
una pequeña turba de hijos de puta corría en nuestra dirección empuñando machetes envueltos en papel de diario (los machetes son cuchillos largos típicos de Cuba) .
"Nos matan Malayo" dijo Pupo suspirando.
Corrimos los dos al mismo ritmo. Trataba de no mirar atrás, pero cada vez los pasos me sonaban más cerca. Al doblar una esquina, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo entramos a casas contiguas que tenían la puerta entreabierta (cerrándolas tras nosotros, naturalmente).
Cada uno permaneció unos minutos convenciendo a los moradores de que no nos echaran fuera. Yo apenas tenía aire para hablar, sabía que salir de la casa era morir. Avisado por los de la casa de que la multitud había seguido otro rumbo, salí a la calle y justo paró una micro. Arriba estaba Pupo haciéndole indicaciones al chofer para que me dejara subir. Me subí de un salto, por tercera vez en la noche nos felicitábamos por haber salvado de tan difícil trance, cuando nos percatamos de que la micro hacía un recorrido que iba exactamente al lugar de la pelea (el paradero final estaba a media cuadra).
Descendimos sin hacer bulla. 200 metros más allá escuchamos los desagradables alaridos: "¡Allí están, allí están!". Corrimos como energúmenos, nos escondimos debajo de una grúa, caminamos entre los matorrales al borde de la carretera hasta llegar a la parada del Hospital Naval, a 2 kilómetros. Llegué a mi casa convencido de que me iban a estar esperando. Por suerte no supe más de ellos.
No estoy particularmente orgulloso de lo que hice esa noche. Eché a perder una fiesta, inutilicé los parlantes de esa gente, fui un borracho violento. Pero pudimos morir y Alláh no lo permitió. En el barrio se ríen por la forma en que contamos esta historia. Lo hacemos gritando, abriendo los ojos. Siempre nos faltarán palabras.
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13 comentarios:
El Trasero Cubano de abajo es de Pupo ?
Claro que no, descriteriado
pensé lo mismo.
muuuuy buena
feo tus historias son lindas .... cuenta la del escambray cuando me dio el patatus...por culpa tuya ,cabron...soy marange.
muy guapo en esta foto
sigues igual muy guapo
guapo, muy guapo, igualmente
siii... guapo.
mmm...
mmm... mino.
rico.
eh eh eh eh eh
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