Retrocediendo en la bibliografía de
Óscar Hahn, descubrí con asombro científico que el primer verso del primer poema de su primer libro condensa en una sola palabra lo que sería luego el combustible esencial de su obra: “Muerte”.
Hasta ahora siempre había puesto a
Paul Celan como ejemplo de una entrada elegante en la literatura. “Una canción en el desierto”, el mejor poema que escribió en su vida y uno de los mejores que se han escrito nunca, está ubicado estratégicamente en la primera página de su primer libro. Su obra posterior contiene, eso sí, pocos versos buenos por unidad de volumen. Podríamos decir que llega a 0,7 versos buenos por poema y a 0,3 poemas buenos por página. Ese bajo nivel se debe a su abuso de la técnica de la “cabeza de pescado”, consistente en escribir disparates que los estudiosos puedan dotar de cierto carácter oracular. Hay gente que encuentra mensajes cifrados en la escritura automática. A mí me aburre esa práctica, aunque no la censuro.
Podría construirse un subgénero literario a partir de los primeros versos publicados. Si miramos en el barrio, el comienzo de
Neruda no lo hace mal: “He ido bajo Helios, que me mira sangrante”. No pude encontrar el primer verso de
Parra; en internet no está disponible su
Cancionero sin nombre , y no me atreví a preguntarle a mis colegas por miedo a que me tildaran de ignorante.
Tengo a mano otros primeros versos de, por ejemplo,
Diego Maquieira: “La realidad tiene más imaginación que yo”;
Enrique Lihn: “Algunas sombras languidecen y mueren”;
Alejandro Zambra: “Los barcos regresan esta noche”;
Leonardo Sanhueza: “La tarea del azar consiste en construir buenos refugios”;
Adán Méndez: “Con todo esto tan en boga de la partícula subatómica”. Todos rezuman ese
je ne sais quoi que nos hace interesarnos en el segundo verso, pero no tienen una relación tan compleja con el resto de sus obras como la del primer verso de
Hahn, que, por lo mismo, podría compararse con la materia reunida en el primer nanosegundo después del big bang.
Un ex alumno de
Miguel Castillo Didier me dijo que el comienzo de la Ilíada, “Canta, oh, diosa, la cólera del pelida Aquileo”, parte en realidad con la palabra “cólera” en el griego original. Ése sería otro buen ejemplo de big bang, aunque la naturaleza semidivina de su autor lo excluye de nuestra lista.
En conjunto, la obra de Hahn se asemeja a la red del alumbrado público de una gran ciudad. El entramado con que sostiene las ideas brillantes de sus poemas, como en “Cuando los muertos salen de los espejos” o “En la playa nudista del inconsciente”, los convierte en delicados mecanismos que capturan la mente y la conducen de un verso a otro con la precisión de un reloj. Se podría decir, literalmente, que “funcionan” y, por su lógica impecable y caprichosa, me
recuerdan las pequeñas réplicas de la cosmología de Ptolomeo que se usaban para enseñar el mundo en los tiempos de los navegantes portugueses. A mí me han guiado, tal como las estrellas guiaban a los marinos de entonces, y espero que hagan otro tanto con los integrantes del jurado que la próxima semana dirimirá el Premio Nacional de Literatura.